Yo fui feminista, aunque era cristiana.

En este articulo:
Testimonio de una joven cristiana que fue fuertemente influenciada por el pensamiento feminista, y no era consciente de ello.

Crecí en una familia matriarcal. Mi padre no estuvo presente y éramos: mi madre, mis hermanos y yo. Mami era todo, “madre y padre”. La relación con mi padre era muy triste y deprimente, por lo que empecé a ver que un hombre no era una necesidad en la vida de una mujer, que no existía ningún sentido en casarse y, por supuesto, que tener hijos no era algo a lo que yo aspiraba.

Yo quería ser independiente, una mujer “todo terreno” que no dependiera de nada ni de nadie, que pudiera vivir su vida sin “ataduras” y sin un hombre a quien amarrarse. Lo irónico es que quizás me lees y no creas que, con todo y ese pensamiento, yo era “cristiana” servía en mi iglesia local en los diferentes ministerios, liderabas algunos y estaba ministrando en el ministerio de alabanza. Cada pretendiente que se acercaba recibía de mi un total y absoluto repudio: “ahí no hermano, yo no me voy a casar, serviré al señor a tiempo completo y no deseo ni quiero atarme a un hombre, menos a una relación“. Así de directa y de brusca era yo, al presentarse alguien interesado en mí, y por supuesto, hacia todo lo que podía por alejarlo; ya en el próximo servicio no le dirigía la palabra y mucho menos el saludo.

Pero realmente esa era yo por fuera, porque por dentro yo deseaba una familia de “ensueños”, pero no podía cometer el error de dejarme “usar por los hombres”, como sentía que había pasado con mi madre. Ella ya venía de varias relaciones para nada ejemplares, y ya a mí ni siquiera me interesaba intentarlo; venia el tema del noviazgo y para mí eran normales las frases:

-Puedes tener una relación pero que no te sometan.

-No tienes que aguantar tonterías a nadie.

-No te enamores, busca a alguien que resuelva.

-El amor no existe.

Mi madre no es creyente; yo crecí en la iglesia, servía en la iglesia y ahí me encontraba: por un lado quería una familia “perfecta”, que pudiera glorificar a Dios, y por el otro, quería ser una mujer “independiente”, admirada y respetada, capaz, profesional, que alcanzara grandes puestos de trabajo, tener un nombre, pero independiente económicamente y sin ataduras de nadie.

Me inscribí en la universidad. Trabajaba, pero por alguna razón, la cual ahora llamo la voluntad de Dios, en nada tenía éxito. No logré graduarme, no logré el trabajo de mis “sueños”. Incluso, me fui al exterior y me aparté del Señor, pero no lograba vivir esa vida liberal de mujer feminista, y mucho menos podía encontrar paz ni plenitud en buscar a Dios; obviamente, porque yo quería vivir “mi vida” como entendía y no a la manera de Dios. Como no logré alcanzar el ideal que me prometía ser una mujer empoderada, entonces decidí casarme con mi mejor amigo, que siempre estuvo enamorado de mí, pero no quería hijos, y aceptó. Yo vivía fuera y él vivía en el país.

La historia es larga pero no quiero abundar mucho para poder presentar la idea central. Fueron muchos años de lucha de poder: estaba casada, pero “yo era la cabeza”, yo gobernaba, yo decía que se hacía, cómo se hacía y cuándo se hacía.

Me engañaba diciendo que esa era nuestra dinámica como pareja, pero la verdad es que en el fondo yo sabía que algo no estaba bien. Estaba cansada, molesta y llena de rabia porque era la cabeza, pero en realidad no quería serlo, pero cuando mi esposo asomaba su cabeza, yo lo aplastaba. Nos manteníamos en un “parpadeo religioso”; mi relación matrimonial no era sana todo porque yo era la “cabeza” y ocupé, usurpé un lugar que no me pertenecía: el de liderar, el de cabeza, el lugar que le correspondía a mi esposo.

Regresé al país y nos integramos nuevamente a la congregación que me vio crecer. Lo increíble era que a todos a mi alrededor esta dinámica antibíblica les parecía correcta. Aun a muchas personas de la iglesia esto les parecía un buen matrimonio, un modelo a seguir, y por mucho tiempo yo me llegué a sentir muy bien: un ejemplo para las mujeres y para las adolescentes de la congregación, cuando regresamos al país. Pero como todo lo que no es correcto, todo esto fue deteriorando mi matrimonio, y recuerdo que los consejos eran: “si no funciona, deja ese matrimonio”. Tuvimos una hija hermosa. En ese tiempo, dejé a mi esposo en el país me regresé al exterior, y al ver cómo las mujeres vivían la vida que yo anhelaba vivir, mi mundo se derrumbó. Lloraba, y sabía que esto no era sano.

Dios me empezó a enseñar que todo lo que yo había vivido de niña y en mi familia nuclear: la falta de un padre, una madre “empoderada”, que salía 24/7 a trabajar y buscar el pan, mientras mis hermanos y yo nos quedábamos en casa; eso era lo que no me había permitido tener una definición sana, real y correcta de lo que era un matrimonio, de lo que era una relación, de lo que era una familia. Al estar en el exterior y no poder ir a ninguna iglesia sana, pues en Alemania encontrar una iglesia sana era difícil, eso me llevó a conectarme con Dios, a pedirle desde lo más profundo de mi corazón que me ayudara, porque yo sabía que algo no estaba bien en mí, en mi familia, en mi matrimonio, y que yo no quería que mi hija viviera como yo estaba viviendo.

Poco a poco el Señor fue trabajando en mí a través de su palabra, la biblia, sin nadie más, sin mentores ni intermediarios directos, Él fue ayudándome a comprender que la falta de un padre que sea cabeza del hogar trae todas estas locuras que había en mi mente; que una mujer que quiere usurpar el lugar de su esposo no podrá tener una familia bendecida, plena y mucho menos bíblicamente correcta. No sé escribir, pero quería hacer un pequeño recuento, antes de presentar lo que ahora soy: una joven de 33 años, con tres hijos y un esposo, que quiere que todas las demás jóvenes aprendan, y si es posible, lo aprendan antes de casarse y tener hijos.

Y es que nosotras las mujeres somos valiosas, nuestro rol es importante, somos ayuda idónea, que no tenemos que usurpar el lugar de nuestros esposos para ser valiosas y “alguien en la vida”; que el no tener una profesión, o el tenerla y dejarla descansar un tiempo para educar y criar a nuestros hijos, no nos hace inservibles; que desempeñar nuestro rol con gracia, con amor y sabiduría, no nos embrutece, tampoco nos hace ignorantes, sino todo lo contrario.

Hoy en día, Dios está ayudándome a restaurar mi familia; Él me está ayudando a doblegarme, a humillarme si fuere necesario, para que yo pueda ser la ayuda idónea de mi esposo, darle su lugar y ayudarlo con su sacerdocio en el hogar. No es fácil; cada día debo morir a mí misma, pues después de tantos años “sobre mi esposo”, a él se le ha hecho difícil tomar su rol, su lugar, y a mí el mío. Pero cada vez que actuamos de la forma correcta ante Dios, vemos que los frutos son los que deseamos. Aun Dios no ha terminado este proceso en mi familia. A veces lloro, me frustro, pero confió en que los planes del Señor son mejores que los míos.

Quiero que Dios use mi testimonio para evitar que otras mujeres jóvenes caigan en estos engaños, que no crean las mentiras que ofrece el mundo, que nos dice que sí podemos a nuestra manera; que no pretendamos que si somos nosotras la “cabeza” en la relación, las cosas marcharan bien. Yo quiero que todas las mujeres despierten y caminen en el diseño de Dios. Veo chicas jóvenes, muchas de mis amigas, cómo van directo al barranco, por no aceptar el sacerdocio del hombre, por no darles su lugar, por la lucha de poder, porque nos creemos más sabias, más inteligentes y hasta más espirituales. Son muchas las jóvenes que se acercan a mi diciéndome que viven algo parecido.

Yo quiero poder servir de ejemplo de cómo una mujer no debe vivir su vida, su feminidad. Su “poder” daña a su familia, la destruye a ella y a los demás. Y es triste que esto esté pasando aun en las iglesias porque el “empoderamiento de la mujer” ha calado aun en las esferas religiosas. El Señor me ha movido a su verdad, el Señor trabaja en mí y veo cómo, al dejarme caer en su verdad y actuar en obediencia, a pesar de mí, su gracia y misericordia han alcanzado a mi familia.

Y eso quiero para todas las familias: el diseño de Dios es lo que necesitamos; nuestra alma anhela vivir en la plenitud de Cristo, aun cuando no conocemos la verdad, algo en nosotros la quiere, la busca. Yo quiero que más mujeres puedan saber esto, para que no tengan que luchar con el dolor y las consecuencias de vivir una vida llena de frustración y fracturas por no vivir a la luz de la palabra de Cristo.

Yo soy joven y quiero la verdad porque ella me garantiza plenitud, paz y esperanza por medio de Cristo Jesús.

Por: Kerina Esperanza Gonzalez Cedeño

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